martes, 28 de abril de 2009

Melancolía e infinita tristeza

No puedo ver la razón por la que se aleja de mí. No alcanzo a saber que oculta cuando trato de besarla en el bar, y se apoya en la barra, de manera descuidada, borracha, sabiéndose dueña de todo, tirando los vasos al suelo.

No puedo ver ángeles donde ella los ve. Ya lo he entendido, ella me lo hizo entender. La belleza está en los ojos del que mira. Y Adam D. coge una guitarra y toca para treinta personas, soy un privilegiado, me siento a escuchar, y ella se sienta en mis piernas mientras susurra todas las letras. Nada podría ser mejor. Alejado de sus Los Ángeles, en la ciudad de Evan, de Juliana, de Bill y Chris. Quizás California sea mejor que esto. Sin frío, sin nieve, puta nieve. Pero no sin ella.

Es tarde ya. Hace tiempo que no tengo esa extraña sensación de melancolía que me hace convertir en pasado lejano lo que ocurrió hace un par de días, y añorarlo, sentirlo mejor, mejor incluso de lo que fue. Mi mente selectiva me juega malas pasadas. Y en estas tardes de verano en las que las ventanas de la casa están abiertas y camina descalza por el jardín mientras canturrea distraída no puedo evitar pensar que nada podría ser mejor, aunque ella tenga las riendas de mi vida y me deje llevar. Pánico.

Me siento lejos de su mundo, sólo borracho, como ahora, creo que podemos encajar. Sólo cuando me dejo llevar pienso que realmente nada tiene importancia y me siento inmensamente feliz. Son las tres de la mañana y estamos solos, ella y yo. Ella dormida en el sofá, yo tratando de unir frases inconexas para tratar de inmortalizar esta sensación que no quiero que acabe.

Ojalá esto fuera el mundo real, pero sé que en algún momento vendrá la oscuridad a mis pensamientos y el verla pasear descalza no será suficiente. El notar el calor del verano y sentir como suda mientras nos miramos fijamente al hacerlo no alcanzará para barrer mis miedos.

Voy a dejar de escribir por hoy, barrunto que me espera un largo invierno.

martes, 21 de abril de 2009

No nos lo perdonarán (I)

La encontré en un motel de una carretera perdida del condado de Somerset, trabajando de camarera y arreglando las habitaciones. Chica para todo. Y el invierno haciéndole rechinar los dientes cuando salía a tirar la basura. Más al norte todavía. En la más absoluta de las nadas y a un paso de Québec. Habían pasado casi dos años y medio.

Llevaba parado en la puerta 20 minutos con la calefacción del todoterreno a tope, los últimos 20 minutos del gran viaje, el viaje definitivo. Mirando por las ventanillas cubiertas de cristales de hielo y los limpiaparabrisas retirando los pequeños copos que seguían cayendo. “El infierno debe de ser muy parecido a este sitio”, pensé, vi como el hielo colgaba de los retrovisores laterales y suspiré, quería arrojar toda la tensión lejos, muy lejos, al horizonte blanco que se confundía con las nubes y las copas de los árboles llenos de nieve. De todas las direcciones posibles al dejar Boston ella se había dirigido al Norte, yo siempre le hablaba del Sur, de Miami, del eterno verano, de andar descalzos por la playa. Se había ido hacia todo aquello que la alejaba de mí.

Con las señas escritas en el papel y unos pequeños dibujos y anotaciones en un mapa no había sido difícil llegar: “Jackman, Maine, estatal 201, junto al lago Bigwood”. Adam había sido escueto pero eficiente, no tenía perdida. Me había mirado con sorpresa al verme aparecer en su puerta, como si en vez de venir de Europa hubiera venido de un universo paralelo, después me abrazó con sorprendente afecto. Me invitó a pasar la noche en su casa y en la cena, hablando de mil cosas, me dio la dirección.

-¿Vas a volver con ella otra vez? ¿Será definitivo? – Pregunto a bocajarro en un momento de la conversación.
-Si ella quiere sí. –Dije, firme y decidido. Se habían acabado las dudas. –Será definitivo otra vez. –Añadí.

Adam torció el gesto con lo de “otra vez”, no era muy de hacer bromas con los sentimientos, ¡pero qué coño! era yo el que se la estaba jugando y podía permitirme el lujo de hacerlas. Aunque a estas alturas era más consciente que de lo que hacía realmente era vivir y no jugármela.

-Hace mucho que no la veo Tom. La última vez que hable con ella no la noté bien. De un tiempo a esta parte es como si se estuviera apagando.

Me quedé pensativo, pero Jane me sacó de mi ensimismamiento y preocupación ofreciéndome una cerveza.

Adam se había casado con Jane, Jane Maginis, una chica de mirada sincera y que podrías haber visto en mil sitios y nunca la recordarías. Quería a Adam, se notaba en cada cosa que hacía y Adam trabajaba duro, siempre lo había hecho, pero ahora tenía un motivo más noble para seguir en aquel garaje mugriento, que a ella no le faltase nunca nada. Tenían un objetivo común, “llegarán lejos” pensé. Entonces el vértigo se apoderó de mí. ¿Qué teníamos en común Cathy y yo? Adam rompió el silencio que se había formado y dijo:

-Ven, quiero enseñarte algo.

Salimos al garaje, un garaje grande, con altillo, lleno hasta reventar de cajas, herramientas, neumáticos de verano con sus llantas, un todoterreno con más años que yo, compresores, palas en ordenado caos… y me llevó hasta una caja. Mi nombre estaba en un lateral escrito con un rotulador de trazo grueso. Reconocí la letra en cuanto la vi.

-Dejó esto para ti. –dijo Adam señalando la caja-. No la he abierto si te lo preguntas, me dijo que un día vendrías por ella.

La caja no era muy grande, era una caja de cartón cerrada con adhesivo de embalar también marrón. Me preguntaba que habría dentro.

- Gracias Adam.

No hice mención de abrirla, prefería hacerlo cuando estuviera sólo. No sabía lo que me podía encontrar.

- ¿Cuando irás? –Pregunto Adam con un aire paternalista, no sé si estaba preocupado por mí o por Cathy.
-Mañana temprano.
-Es un viaje duro. ¿Quieres llamarla antes?
-No. De verdad.
-Es mejor que alguien sepa que vas para allí, tienes unas 275 millas, en verano podrías hacerlas en 4 horas mas o menos, pero para esta noche han dado nieve. No sé cómo te encontraras aquello y tú….

Ahora era cuando Adam adoptaba la pose de tío duro criado en los rigores del invierno y yo la de muchachito tropical.

-De verdad Adam, gracias. Se lo que hay.
-Ok, Ok. Tú mismo. Vamos a dormir Tom. Mañana tendrás un día duro.

Estaba cansado. Dormí. Soñé con la nieve, luego desperté sudando, el sueño había degenerado en una pesadilla. Iba con el todoterreno por la noche, por una carretera con las cunetas llenas de nieve y bordeada de un bosque denso y oscuro. De repente una caja en medio de la carretera, detenía el coche, bajaba en medio de la ventisca y abría la caja…

martes, 14 de abril de 2009

3 años después (y IV)

Amanecimos en mi pequeño apartamento. El sol entraba por las rendijas de la persiana y lanzaba rayos a través del polvo que flotaba en el aire, empezaba a hacer calor. Ella sin moverse, boca abajo en la cama y las sábanas cubriéndola hasta la cintura. Yo sin decir nada, contemplando la escena. Asustado de ser lo que realmente quería.

La resaca retumbaba en mi cabeza. Domingo, un domingo cualquiera de verano, pero ella estaba allí y todavía no podía creerlo. Me duche con agua casi helada, sonreí al pensar que por primera vez en unos años ese no iba a ser el mejor momento del día. Recordé todos los kilómetros recorridos con hambre de verla, recorriendo la costa, sabiendo que ella estaba al otro lado de ese océano. Recordé a todas las camareras que trataron de suplir su ausencia en el asiento trasero. Incluso a Sandra, recordé a Sandra con ternura, siento que es a la única persona que realmente he engañado en mi vida. Estaba con ella queriendo estar con Cathy, pero ni yo mismo lo sabía. Cuando salí de la ducha Cathy revolvía los armarios de la cocina en busca de algo comestible, llevaba una camiseta mía por vestido que apenas tapaba sus bragas.

-Buenos días. -Le dije, mientras la contemplaba desde el marco de la puerta.
-¿Dónde coño hay aquí algo para comer?...

Entonces levanto la vista, me miró y me vio por primera vez. Dejó de buscar, se acercó a mí y me abrazó. “Fin del camino”, pensé, y me sentía realmente así, como si todo lo hecho hasta ahora en mi vida hubiera merecido la pena por llegar justo a ese instante. No podía haber estado más equivocado. Y a bocajarro me lanzó la pregunta. Vuelta al mundo real.

-Mañana por la tarde cojo el avión en Madrid. ¿Vendrás conmigo?

Sabía que Cathy no se quedaría por aquí, sabía que ella me asumiría en su vida, pero allí, en Boston, no aquí, y en el fondo estaba de acuerdo. Aun así la crudeza y lo directo de la pregunta me sorprendió. Habían pasado tres años y en algo tenía que notarse.

-No puedo desmontar mi vida aquí en un día. Te llevaré al aeropuerto, pero tendrás que darme al menos unos meses para marcharme allí. Tengo que dejar todo esto en orden. ¿Ok?
-Sí que puedes, tu vida allí la desmontaste en una puta tarde, ¿no recuerdas?

Como un directo a la mandíbula. Una parte de mí me decía que tenía razón y que al menos tenía que concederle el derecho al pataleo, la otra parte activó todos los miedos y me puse a la defensiva. Volvió a ganar el miedo, la ira.

No la acompañé al aeropuerto. Esa misma tarde desapareció. Justo cuando iba a darme el último baño de la tarde me pidió las llaves. Subió antes de la playa, le dije que me subía con ella, pero no quiso.
-Te espero en casa.-Me dijo.

No tarde más de treinta minutos, cuando subí las llaves estaban en la puerta, sabía lo que iba a pasar, lo sabía desde que se fue de la playa. Entré. Nadie, sólo una nota pegada con celo al televisor.

- Te espero en casa.

Busqué las llaves del coche, fui a la estación de tren, busqué en los autobuses, pregunté en los coches de alquiler, recorrí Cádiz calle por calle. Anochecía y ni rastro, entonces me di cuenta, ¿cuánto le podía costar a una chica como aquella conseguir parar un coche haciendo autostop?

No me podía estar pasando esto, sólo podía arreglarlo dejando el piso, llenando una mochila y saliendo hacia Madrid a la mañana siguiente. ¡Joder! No podía hacerme abandonar todo de repente y seguirla a ojos cerrados, las cosas no funcionan así, no, ¡joder!, ¡NO!. Ya lo he dicho antes, triunfó el miedo. No era capaz de renunciar a las cuatro cosas que tenía en el piso, no podía irme del trabajo sin dar una explicación, no podía dejar el puto BMW en Barajas por los siglos de los siglos. Y cuando me di cuenta de todo esto rompí a llorar sobre él volante, no porque se hubiera ido, no por haberme marchado de Boston, lloré porque sólo tenía una vida y en ese mismo momento estaba eligiendo desperdiciarla, justo en ese mismo momento.

martes, 7 de abril de 2009

Insuficiente

Y entonces algo hace crack dentro de mí, no es la primera vez, pero todo es más brillante, más luminoso, salgo a la calle, no pertenezco a nada, he reventado el móvil contra la pared, soy un poco más libre. Paseo despacio, sin correr, el sol baña mi rostro, el sol mortecino de finales de febrero, el viento agobiante de inicios de marzo. Me estoy encontrando a mí mismo. Soy feliz cuando no doy explicaciones.

Se acabaron los trajes, me he puesto mis zapatillas rojas, ocultas en un cajón desde hace tiempo. “Me lo dicen en los bares, es algo que llevas dentro” y ahora “¿quién no tiene el valor para marcharse?”, ya no, ya no voy a quedarme y aguantar, si lo hago me saldrá un cáncer, o peor, viviré infeliz por siempre.

Así que retomo las viejas canciones, los viejos sueños, la vieja guitarra. Me acerco a la papelería del centro, donde mi padre me compraba los cuadernos de matemáticas cuando era un crío, para comprar nuevos cuadernos donde escribir. Recuerdo esos cuadernos de matemáticas, inmaculados, llenos de complejas operaciones y la facilidad con que mi padre los resolvía cuando yo, mordisqueando el lapicero, no acertaba a salir del punto de no retorno en el que solía meterme cuando borraba y borraba resultados. Ofuscado, furioso por no poder dar con la solución. Mis piernas no alcanzaban el suelo, sentado en las incomodas sillas del comedor un domingo por la tarde, mi padre me explicaba y explicaba que el método era volver a empezar, despacio, sin prisas. Pero eran sumas muy largas y mi orgullo derramaba lágrimas de impotencia. Juré que las matemáticas no podrían conmigo. Y así llegaban las evaluaciones, una vez tras otra.

Lengua: Sobresaliente
Naturales: Sobresaliente
Mates: Insuficiente
Dibujo: Suficiente

Y pasaron los años y se cambiaron los nombres de las asignaturas, pero seguía ignorando los sobresalientes en lenguaje, en sociales, en música, si no me costaba esfuerzo es que no debía de merecer la pena, y mi padre se hacía cruces de cómo podía sacar como mucho suficientes en las asignaturas de ciencias y mi frustración aumentaba.

Llegó un día en que mi padre no me pudo ayudar más, un día se fue a trabajar al departamento de ingeniería de materiales de la universidad y cuando lo volví a ver estaba metido en una caja de un velatorio, todo fue confuso. Recuerdo verse apagar la sonrisa de mi madre, verla encanecer, y un velo de tristeza lo cubrió todo. Tenía 12 años. Al año siguiente elegí ciencias puras. Las matemáticas no podrían conmigo, acabaría siendo ingeniero.
Mañana vuelvo a Boston. Lo siento padre. Renuncio. Es hora de ser yo mismo.