martes, 14 de julio de 2009

A seis pies bajo tierra

Era un lluvioso día de otoño. De esos días que te arrastran a la melancolía aunque trates de ser feliz. Pero ese día no trataba de ser feliz, no suelo malgastar las energías en tareas imposibles y esta era una de ellas. Ese día enterraba a Cathy.

Antes de ir al cementerio conduje hasta nuestra antigua casa, recorrí con el coche las calles que nos habían visto regresar a casa una y otra vez después de cerrar el bar o volver de algún concierto. Cuando me di cuenta llevaba 15 minutos rodeando la manzana sin atreverme a encarar la calle con el coche, así que decidí aparcar en uno de los laterales de la tranquila calle rodeada de árboles. Descendí y doble la esquina, la vi al fondo en esa misma acera, anduve unos minutos que me parecieron eternos y llegue hasta el jardín. La casa estaba cerrada y un cartel de se alquila colgaba de un poste.

Blanca, con aspecto desvencijado, el porche sombrío, cerré los ojos, me agaché para tocar la hierba, creí oír su voz llamándome desde dentro, creí oír su guitarra y su voz. Quería recordar eternamente su voz, sin embargo se difuminaba, no la podía retener, se confundía en una maraña de recuerdos y de silencios. Olvido las voces. Hubiera llorado pero no había más dentro de mí. Estaba exhausto, vacío. Me levanté.

Me di la vuelta sabiendo que jamás volvería a pisar ese lugar. Era octubre del 2006, recordaba como si fuera ayer la primera noche que pasé en esa casa, enero del 98. Casi nueve años. Vi mi reflejo en un charco salpicado de hojas. Hubiera vendido mi alma por volver a ese momento, la vendería a cambio de una eternidad de dolor si ella girase esa esquina ahora mismo con su guitarra al hombro, su sonrisa, sus brazos inmaculados. Le pedí ese deseo al charco, como si el charco fuera la máxima representación del dios más poderoso inventado por el hombre. Tenía que irme, si pasaba allí un segundo más cogería el coche dirección al río y no frenaría.

Las hojas cubrían el suelo al paso del coche fúnebre y este levantaba un remolino de hojas con mil tonalidades entre el marrón y el amarillo. El olor a tierra mojada se acentuó al llegar a la fosa, cavada en la tierra la noche anterior. Somos barro. Somos una mezcla de olvido, esperanzas y tiempo abocada al fracaso, con más o menos capacidad para engañarnos y decir que somos felices mientras dejamos pasar la vida.

No creo en Dios, ella tampoco creía. En ese momento la idea de que no había nada más me resultaba reconfortante, cálida, por fin era el fin. No soportaría una eternidad de mi mismo, creo que ella hubiera pensado igual. Éramos pocos, éramos los justos, los que la quisimos como ella era. No hubo oratoria. Sólo dije gracias. Uno a uno nos abrazamos, todos se fueron yendo. Adam y Jane se quedaron los últimos. Cuando abracé a Adam reviví el dolor de cuando la encontré tirada en el baño, pálida, inerme, fría. Me dejaron solo. Empezaba a llover otra vez, oscurecía, la recordé girando sobre si misma en el jardín de nuestra casa, haciendo circulos bajo la lluvia, empapada, riendo, en una tarde como esa de hace siete años. Trate de decir algo en voz alta, a modo de despedida, algo personal, algo para recordar. No pude. Inspiré profundamente, me giré y ella se quedó allí, a seis pies bajo tierra. Para siempre.

martes, 7 de julio de 2009

Del amor y la guerra (y II)

Ha sido una espoleta. Una vez que hablé de algo más importante que de ti y de mí, algo más grande por lo que luchar, algo por lo que llegar a creer, tú me miraste con cara de interrogante y me sentí miserable yo también. Esperaba algo más de ti, quizás de mí. No lo sé. A veces no podemos creernos todo lo que nos dicen los telediarios. Nunca he sabido decir que sí a lo que no estoy de acuerdo.

-¿Desde cuándo te ha preocupado la política? –Me pregunta Sandra.

Llevo demasiado tiempo callado. Levantándome por las mañanas, trabajando 12 horas, sin escribir, sin tocar, sin leer, sin pensar, creyendo que eso enterrará el yo que me hace ser un inconformista, el yo que me hace creer que podemos cambiar todo esto, el yo que no se resigna.

Igual ya tenía todo decidido, igual ya sabía que iba a dejarte y esto no es más que una excusa. Voy a escribir a Cathy. Nunca te he comparado con ella. Pero ahora que pienso que ella estará en pie, diciendo que no, me pregunto qué me diría. Tus respuestas ya no me valen…

-¿Señor es suyo un Audi A4 negro que está en doble fila?-Pregunta el camarero.
-Sí, bueno, de mi novia. Ya salgo yo. Sí, no te preocupes Sandra, salgo yo. Necesito salir de aquí. Lo necesito.

Salgo y me aflojo la corbata. Me meto en el coche y lo muevo para que salga un Mercedes clase E. Lo dejo en su sitio. Si entro y vuelvo a escuchar la palabra “YO” me los cargo con el cuchillo de la carne. Pongo uno de mis CDs que ella margina al fondo de la guantera, uno al azar y enciendo un cigarro. Sólo cinco minutos. Necesito pensar, necesito pensar, ponerlo todo en fila y reflexionar.

Vi como nos engañaban para ir a una guerra y que tú sólo decías:

-¿Qué más da? ¿Acaso nos afecta en algo?

Y me sentí triste, vacío, impotente. Veo como nos engañan en nuestro trabajo y tú sigues queriendo más, más dinero, más ascensos, más habitaciones, a costa de mis sueños que nunca te conté, a costa de todo lo que estaba tratando de olvidar y nunca te dije.